Reproducimos la crónica que de la tarde de ayer, viernes29 de mayo, hace D. Antonio Lorca en El País, sobre la corrida celebrada en Las Ventas, penúltima de San Isidro, con toros de Adolfo Martín.
Frascuelo tiene toda la pinta de ser un señor honorable. Su porte es de torero de los de antes, y su retrato, una estampa de La Lidia. Es serio y elegante, y tiene la cara curtida por muchos sueños rotos. Ayer, con 60 años cumplidos, y con el recuerdo aún fresco de la grave cornada que se llevó en el San Isidro pasado, hizo el paseíllo para reivindicar, una vez más, su torería, su afán de lucha y la necesidad de sentirse torero en su plaza y ganar contratos.
Las Ventas, dura y fastidiosa en muchas tardes, pero sensible cuando la ocasión lo merece, lo recibió con una ovación, que le obligó a saludar desde el tercio. Es este Frascuelo un hombre querido en Madrid, y en su corazón, seguro, está su firme decisión de responder ante el toro.
Pero, ¡ay!, el corazón tiene razones que las piernas no comprenden. Sufrió Frascuelo porque quería estar en el sitio, no defraudar, decir a voz en grito que aún es torero, pero las piernas, Dios mío, no le respondían. Y se movían una y otra vez, y pugnaban por correr y escaparse del trance; y Frascuelo sufría ante ese miedo incontrolable que te acogota las entrañas y no te suelta, ¡maldita sea...!
El suyo fue el mejor lote de la descastada corrida de Adolfo Martín; al menos, no sobresalieron los defectos de sus toros, porque destacaron más las carencias de su matador. De entrada, se mostró muy precavido, demasiado, muleta en mano, ante su primero, que iba y venía sin muchas ganas, pero noblemente. Frascuelo evidencia pronto que no está a gusto, que no se fía digan lo que digan, que esta noche quiere dormir en su cama, y se ve desbordado por el toro. El valor se le ha ido a los pies y no encuentra el sitio. Con esa inseguridad y desconfianza no es posible el toreo.
Despertó ante el cuarto con el capote entre las manos, se puso torero y dibujó dos verónicas garbosas que quiso que fueran tres, pero los oles los interrumpió el toro, que se llevó el engaño entre los pitones. Sí se lució Luis Carlos Aranda, que saludó al respetable tras colocar dos buenos pares de banderillas. Mientras la plaza aplaude al subalterno, Frascuelo coge los trastos, la ilusión otra vez intacta, y se dobla toreramente por bajo con el toro. Pero en esos pases primeros dejó todo el valor que tenía. El animal le puntea la muleta; el torero, que utiliza el pico, da pases muy despegados, de uno en uno, rectificando siempre la posición, y le asaltan las dudas y también la desesperación. El quinario pasó Frascuelo, fatiguitas de muerte, delante de ese toro que no hizo nada que hiciera pensar que le tuviera manía al torero. Pero el torero, por si acaso, preso de su imposible arrojo, se rindió y dio por finalizada su corrida con la congoja entre los labios, el corazón partío por la pena, y con una nueva cicatriz en la cara por la mala puñalá de otro sueño hecho añicos.
Quedó claro que no bastan las ilusiones. Y otra cosa más: que un señor honorable de 60 años cumplidos no debe tentar la suerte de la oportunidad ante los toros de Adolfo. Lo que no ha podido ser ya, no será, y, además, es imposible.
Sólo voluntad, buena disposición y ganas de agradar pudieron mostrar Rafaelillo y Javier Valverde, que no tuvieron opciones con unos toros sin recorrido, que embestían al paso y con la cara a media altura. Se enfadó Rafaelillo con su mala suerte -el segundo sobrero era una birria total-; y el salmantino recetó una gran estocada a su primero de efectos fulminantes. Fue lo mejor de la tarde.
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