Reproducimos la crónica de D. Antonio Lorca, El País, sobre la corrida de ayer, jueves 14 de mayo, celebrada en Las Ventas y que supuso la salida por la puerta grande de Sebastián Castella.
LA CRÓNICA:
Mientras Sebastián Castella salía a hombros por la puerta grande tras una actuación pletórica de valor, quietud, técnica y personalidad, un hombre de plata, Rafael Cuesta, de la cuadrilla de Morante, era operado de una grave herida en el tercio superior de la cara interna del muslo derecho, con una trayectoria descendente de 25 centímetros, que produce destrozos en los músculos abductores. Todo sucedió en el tercio de varas del cuarto, un toro de embestida descompuesta, que no obedecía a los capotes. Cuando Cuesta lo citó para llevarlo al caballo, el toro le hizo un regate certero que dejó descubierto al torero. Acertó de lleno el pitón en el muslo derecho, y, aunque la cogida fue vista y no vista, pronto se vio que era una cornada seca y seria.
El éxito y el dolor mezclados como síntesis de una fiesta en la que unos héroes de oro y plata se juegan la vida para ganar la gloria a hombros de la multitud o para ganar dignamente un sueldo que, a veces, como ayer, exige a cambio un precio de sangre.
Pero habíamos dejado a Sebastián Castella en ese éxtasis que debe suponer para un torero cruzar esa otra gran puerta del toreo, que proporciona prestigio, contratos y cotización económica. Se puede discutir, cómo no, la idoneidad de ese premio conseguido por el diestro francés. Bien es cierto, además, que esa norma de entrar en la gloria con una oreja en cada toro es ambigua y errática, pues una más una no suman, necesariamente, dos.
Es verdad, no obstante, que Castella llegó a Madrid a triunfar sí o sí, enormemente responsabilizado, dispuesto a todo para convencer a todos. Y cuando un torero sale al ruedo con esa disposición, amigo, eso se nota.
El momento culminante llegó al inicio de faena al quinto, al que citó de los medios para un estatuario. El toro galopó con inusitada codicia, vio el cuerpo del torero y hacia él dirigió la carrera con la clara intención de mandarlo fuera de la plaza. Un segundo antes de que ello ocurriera, unas décimas, quizá, el torero hace un imperceptible movimiento de muñeca y desvía la trayectoria del toro, que pasa rozándole materialmente los muslos. La plaza entera saltó como un resorte ante tal demostración de valor y quietud. Aún le dio dos más y cerró la tanda con un garboso recorte, al tiempo que la ovación se hacía ensordecedora.
Ése fue el comienzo de una faena, esencialmente por la mano derecha, compuesta de muletazos limpios, ligados, largos y hondos, con el toro siempre imantado en la muleta. Toreo heroico, ceñido, emocionado y cálido, que no alcanzó la misma plenitud por el lado izquierdo ante la negativa del oponente, que llegó a desarmar al torero. Pero ya había anunciado Castella que venía a por todas en su primero, un novillote impresentable, que se vino arriba en banderillas con arreones de manso. El animal llegó al tercio final loco por volver a la dehesa, pero el diestro lo obligó, una y otra vez, a embestir y los muletazos brotaron con mucha hondura. Nunca fueron más de dos seguidos, pues el cobarde manso daba una patada y salía por peteneras. Pero hasta él volvía de nuevo Castella en una demostración palpable de entrega, de dominio y, también, de buen toreo. Se puede discutir el premio, pero lo que no admite discusión alguna es que Castella llegó a Madrid como hay que venir: a jugarse la vida.
También se la jugó a su manera Morante, que pechó con el lote más deslucido, pero nunca se arredró el artista, y a sus dos toros le plantó cara con gallardía y llegó a dibujar algunos muletazos con el empaque propio de este torero. Muy distraído y desclasado fue su primero, con el que porfió con decisión; y descastado y deslucido fue el cuarto, ante el que se puso flamenco; es decir, valiente y decidido. Tanto, que dibujó tres derechazos preciosos.
El éxito y el dolor mezclados como síntesis de una fiesta en la que unos héroes de oro y plata se juegan la vida para ganar la gloria a hombros de la multitud o para ganar dignamente un sueldo que, a veces, como ayer, exige a cambio un precio de sangre.
Pero habíamos dejado a Sebastián Castella en ese éxtasis que debe suponer para un torero cruzar esa otra gran puerta del toreo, que proporciona prestigio, contratos y cotización económica. Se puede discutir, cómo no, la idoneidad de ese premio conseguido por el diestro francés. Bien es cierto, además, que esa norma de entrar en la gloria con una oreja en cada toro es ambigua y errática, pues una más una no suman, necesariamente, dos.
Es verdad, no obstante, que Castella llegó a Madrid a triunfar sí o sí, enormemente responsabilizado, dispuesto a todo para convencer a todos. Y cuando un torero sale al ruedo con esa disposición, amigo, eso se nota.
El momento culminante llegó al inicio de faena al quinto, al que citó de los medios para un estatuario. El toro galopó con inusitada codicia, vio el cuerpo del torero y hacia él dirigió la carrera con la clara intención de mandarlo fuera de la plaza. Un segundo antes de que ello ocurriera, unas décimas, quizá, el torero hace un imperceptible movimiento de muñeca y desvía la trayectoria del toro, que pasa rozándole materialmente los muslos. La plaza entera saltó como un resorte ante tal demostración de valor y quietud. Aún le dio dos más y cerró la tanda con un garboso recorte, al tiempo que la ovación se hacía ensordecedora.
Ése fue el comienzo de una faena, esencialmente por la mano derecha, compuesta de muletazos limpios, ligados, largos y hondos, con el toro siempre imantado en la muleta. Toreo heroico, ceñido, emocionado y cálido, que no alcanzó la misma plenitud por el lado izquierdo ante la negativa del oponente, que llegó a desarmar al torero. Pero ya había anunciado Castella que venía a por todas en su primero, un novillote impresentable, que se vino arriba en banderillas con arreones de manso. El animal llegó al tercio final loco por volver a la dehesa, pero el diestro lo obligó, una y otra vez, a embestir y los muletazos brotaron con mucha hondura. Nunca fueron más de dos seguidos, pues el cobarde manso daba una patada y salía por peteneras. Pero hasta él volvía de nuevo Castella en una demostración palpable de entrega, de dominio y, también, de buen toreo. Se puede discutir el premio, pero lo que no admite discusión alguna es que Castella llegó a Madrid como hay que venir: a jugarse la vida.
También se la jugó a su manera Morante, que pechó con el lote más deslucido, pero nunca se arredró el artista, y a sus dos toros le plantó cara con gallardía y llegó a dibujar algunos muletazos con el empaque propio de este torero. Muy distraído y desclasado fue su primero, con el que porfió con decisión; y descastado y deslucido fue el cuarto, ante el que se puso flamenco; es decir, valiente y decidido. Tanto, que dibujó tres derechazos preciosos.
¿Y Talavante? Sus toros y él mismo, prendados de sosería. No se sabe si le pudo la apatía o es que es así. Él sabrá...
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