Diario ABC. Rosario Pérez.
Las palabras habían convocado huelga. Hablaban las miradas, los gestos, los abrazos. Cada vez que se abría su habitación del hotel Wellington los ojos se nublaban. «Parecía un velatorio. No me decían nada. Me abrazaban y lloraban, como si me diesen el pésame», relata Luis Francisco Esplá. Pero aquellas lágrimas morían en un mar de felicidad. Era el lenguaje de la emoción: el «Bambino», en su despedida de Madrid, soñó el toreo y se marchó por la Puerta Grande en aroma de multitudes. Llovían los plácemes y los gritos de ¡torero, torero! mientras su hijo Alejandro Esplá lo sacaba a hombros y una marabunta se anclaba en la calle de Alcalá. Profesor y alumno alzaron ayer el telón de sus sentimientos y desvelaron a ABC sus impresiones el día después de otro histórico 5-J.
-Maestro, ¿ha bajado ya de las nubes de Madrid?
-Lo vivo con mucha serenidad. Como aquí hay que compartir éxito y fracaso, hace muchos años que me quedo en la línea de en medio. Al final, lo más importante es la felicidad de mi entorno. Es lo que me excita más.
-Sus ojos aún irradian alegría.
-Era una apuesta fuerte. Podían quedar velados 33 años y 89 tardes en Madrid a un último criterio. Era necesario buscar el éxito.
-¿Superó la realidad a los sueños en el duermevela?
-Yo me conformaba con algo más modesto. Estábamos en Madrid, una cátedra imposible por el aire, el toro, las contradicciones del público... Tenía que conjurarse todo. Y el viernes se dio el milagro.
-¿Qué sintió en esa marcha en volandas?
-Fue conmovedora. Primero me encontré a mi hijo Alejandro para sacarme a hombros. Luego, a mis tres hijas gritando: «¡Eres el mejor!» Todo eran como hachazos, rasgaduras. También estaban Fernando Robleño, Antonio Canales... El Rosco bajó del «7» y me cogió de la taleguilla: «Esplá, no te vayas», me decía. ¿Hay cosa más bonita? No había capitalistas, sólo gente que me quiere.
-Y en el umbral de la calle de Alcalá, cual Cristo a punto de salir en procesión, le aguardaba un ejército de fieles.
-Fue un calvario, una tortura. No me hicieron daño: me tenían roto. Parecía un viacrucis. Yo he vivido tardes como la del 82 de Victorino, pero con tanta intensidad ninguna.
Mientras destila su verbo, su pupilo lo observa con admiración. Y lanza una pregunta: Papá, ¿te quedas con aquella Corrida del Siglo o con la de 2009?
-Con la de ayer (por anteayer). Tiene muchas connotaciones. Ésa me salvó y labró el futuro; ésta defiende y salvaguarda el pasado.
Continuamos repasando su histórica Puerta Grande, con aquel batallón que intentaba adueñarse de los bordados del vestido como si fuesen galones de oro macizo.
-No quedan piezas. Me arrancaron todos los golpes. Lo he tenido que mandar a recomponer porque no queda ni un adorno. Hasta el capote de paseo y la montera querían llevarse, pero los protegí porque para mí son ya como objetos de adoración.
-Con ese terno rioja firmó una una faena inolvidable. ¿Fue la de su vida?
-No sé, pero sí la mejor en Madrid con diferencia.
-Ese «Beato» de Victoriano del Río se imantó a sus telas.
-Mire, le voy a decir algo: ese toro, sin aire, en los medios y con otras distancias, es de pedir el indulto. Hizo una pelea brava en varas en dos puyazos magníficos y en la muleta fue de menos a más.
-Y usted solicitó la vuelta al ruedo en un gesto caballero.
-Fue en señal de agradecimiento. Sus 620 kilos, con esa voluntad de embestir, lo merecían todo.
-Gustavo Pérez Puig le puso en suerte el «Gordo» de la tarde.
-Lo bordó. La historia es bonita. Gustavo es un hombre que goza manipulando el azar. El viernes me contó que, aparte de no comer, tuvo las tres bolas en la mano. Y se decidió por ésta. Fue la magia del juego. Además, se puso una corbata que utiliza hace treinta años sólo para los estrenos. Ya le he dicho que lo contrato para todas las plazas de categoría. E insisto en que por culpa del viento no se vio del todo al toro.
-Cuando estaba en el patio de cuadrillas, capilla de ilusiones y miedos, ¿pensó en la huida por ese vendaval?
-Confieso que mis engaños pesan muy poco porque no tienen forro. No sé volar telones. Encima, con el airazo, tienes que traerlo a las rayas y, si ya pesa el toro en Madrid, en las rayas lo tienes que multiplicar al cuadrado. Pero era el último día y tenía que olvidarme de todo para sacar adelante la tarde, porque en ella iba ese presupuesto histórico de más de tres décadas de alternativa.
-Es el segundo matador con más paseíllos en la Monumental después de Antonio Bienvenida, al que rememoró con su tauromaquia añeja.
-Por la noche su hija Paloma subió emocionada a la habitación. Lloraba y me decía: «Hoy he visto a mi padre torear en Madrid».
-Evoque la faena.
-Yo no vi romper al toro hasta los cuatro o cinco primeros muletazos. Tenía buen fondo y, cuando lo enganchabas, iba hasta el final. El problema era que venía cruzadito, porque con el viento no se podían dar los toques precisos. Pero cuando vi que aquello estaba en el canasto aposté a muerte. No esperaba encontrarme con ese regalo.
-Una sorpresa nada sencilla según el dicho de «que Dios me libre del toro bravo que del manso me libro yo».
-¡Claro que no es fácil! Si engancha o se equivocan terrenos, los animales se vuelven hostiles. Y yo no tengo valor.
-¿Cómo? ¿Sin valor frente a un morlaco de más de 600 kilos?
-Lo baso todo en la técnica y la responsabilidad. Y a éste (dice apuntando a su hijo) le pasa igual, corría como los conejos y ahora dicen que tiene valor. Y lo que posee es un tremendo sentido de la responsabilidad.
Despliega Alejandro una sonrisa picaresca.
-Torero, ahora se lo ha puesto difícil su padre por las sempiternas comparaciones...
-Dificilísimo. Pero se lo merecía. Será un reto complicado de superar. No dudé en saltar al ruedo para sacarlo a hombros.
Preguntamos al heredero de una torería en vías de extinción si alguna vez había visto tan excelso al preceptor, que le echa un ingenioso capote: «De salón, verdad, ¿hijo?» «Sí -replica con gracia Alejandro-, cuando yo te embisto de toro». Y se enfunda un gesto de seriedad: «Lo he visto en muchos escenarios fenomenal, pero lo de Las Ventas es otra cosa. Recordó al viejo Madrid, con el público levantado al finalizar cada tanda». Y remata el maestro en corto y por derecho: «La gente pagaría por ver Madrid así».
Fotos: Juan Pelegrín
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