Reproducimos por su interés la crónica que realiza el periodista Rafael Cabrera para Cope y que en esta ocasión hemos recogido de "la Gaceta.es".
6 toros de Núñez del Cuvillo, desiguales de presencia, mansos en los caballos, sin fuerzas y con poca casta en general. Quinto y sexto rajándose al final. Javier Conde, silencio y pitos. José Tomás, oreja y oreja. Sebastián Castella, palmas y oreja.
Rafael Cabrera / COPE.ES
Cuando se puede, se puede. José Tomás no se conformó con cortar una primera oreja a un toro manso, débil y poca casta, como el segundo, sino que decidido y firme salió decidido a brindar su segundo al maestro de maestros Paco Camino –que ocupaba un lugar en el callejón- y, a pesar de las obvias complicaciones del bicho se impuso al toro en una faena inteligente técnica, emotiva y por momentos grandiosa, una de las mejores que he podido verle desde su reaparición. Nadie hubiese apostado por ello, con otro diestro, porque el toro manejaba la cabeza como una batidora, tirando derrotes a ambos lados y por alto, calamocheando y rebañando con tornillazos en cuanto podía. Pero Tomás, decidido como siempre, afrontando los problemas para quedar siempre por encima de su oponente, en esa actitud que dignifica la fiesta (nada que ver con la de otros, desde luego, o con el Conde del cuarto toro), fue llevándolo en un par de series de iniciales, aseado, para bajar la mano a renglón seguido hasta rozar el albero con la misma, sometiendo por bajo y obligando a humillar y a seguir el engaño al marrajo. Y, además, los lances salieron largos como pocas veces, profundos, haciendo rugir al público en un natural espectacular. A pesar de todo el bicho siguió con sus problemas, pero ello no deslució la faena, sino que, para los inteligentes, creció el mérito del espada de Galapagar, que nos regaló con dos preciosos lances por tanda desde la tercera hasta el final. Unos adornos, unas manoletinas a petición de un “oyente”, mientras el toro se rajaba sonó un aviso, se tiró a matar con muchas ganas y después de un pinchazo dejó una buena estocada casi arriba, apenas desprendida. Con ello, y con la segunda oreja conseguida esta tarde, cumplía uno de sus sueños: Valencia se le entregaba por segunda vez y le abría de nuevo su Puerta Grande.
Puerta Grande de peso, de responsabilidad, de toreo con mayúsculas, no aquellas que nos supieron a poco en días atrás y que sólo el Juli mereció con algún reparo.
Dirán, sin duda, que el mérito fue también en parte del ganado, pero nada más lejos de la realidad. La corrida no valió un duro –no de aquellos de plata de nuestros bisabuelos- sino ni aun de los más recientes que acabaron siendo de una aleación más próxima al plástico que al metal. Bajos de casta, alguno, como los finales, se terminó rajando, otros presentaron complicaciones –apunten cuarto y quinto-, y pecaron de endeblez supina en general –se cayeron respectivamente 7, 5, 7, 2, 3 y 4 veces, sin contar las tres del devuelto a los corrales-. Es verdad que luego embistieron algo en la muleta, pero no fue sino para venirse abajo rápidamente. ¿Los picarían hasta perforarlos?, preguntará algún alma cándida. Pues se equivoca, hoy, como ayer y tantos otros días, podíamos haber sustituido la suerte de varas por la de la divisa –apunten legisladores...-.
Javier Conde se enfrento en primer lugar a un Sosegado –en exceso-, de 501 kilos, negro, delantero de puntas, menos que justo de trapío, manso, soso y aunque embistiendo, a menos por la flojedad. Estuvo casi todo el rato fuera, llevándolo despegado, más pendiente de componer la figura que de fajárselo o arrimarse, lanceándolo a media altura y por momentos con demasiados enganches de muleta. Desde fuera, mientras sonaba un aviso, le dejó un pinchazo atravesado y... ¡para qué más!, descabelló a la primera. Al cuarto le puso el conocedor Fundador, de 513 en al báscula, negro bragado y meano corrido, girón, levemente tocado de cuerna, anovillado y de escaso juego: a saber, manso, complicado y flojo. Como el bicho meneaba la extremidad cefálica para todos lados, no le gustó ya desde el primer pase de muleta y decidió optar por la brevedad; se dobló con movimiento y lo mató de tres pinchazos saliéndose y media con cuarteo atravesada.
A Castella le correspondió Tabacalero, un toro castaño de 506 kilos, con tendencia a gacho, manso, inválido y, aunque embistiendo para ir a menos, soso como el solo. El francés que estuvo en quites toda la tarde (chicuelinas, en éste, gaoneras en el anterior, buenas; tafalleras y larga afarolada en el quinto, también buenas), salió dispuesto con la muleta. Pero poco había que sacar de éste no siendo uno de esos toreros tocados por la virtud del toreo excelso. Lo fue dando mucho aire, con demasiados espacios en blanco durante la faena, y llevando a media altura en general. Se colocó mediado el trasteo y fue acortando los terrenos a medida que transcurría, pero no terminó de llegarle a la gente, viendo las escaseces del toro. Terminó encimista con el toro muy apagado. Una estocada entera, caída y trasera, bastó no sin que oyese un aviso por los excesos temporales. En el sexto, de nombre Arrojado (no sé de dónde), con 505 kilos, negro, delantero, manso y soso, hizo un mayor esfuerzo, y después de unas cinco o seis series iniciales insulsas, con aplausos justitos del respetable –hoy, en su sitio- y con toques de muleta, decidió optar por la distancia corta, por los circulares inversos, y muy bien apoyado por la banda de música -que tocaba “No te vayas de Navarra”, y que parecía subrayar cada desplante o final de pase con los momentos más brillantes de la melodía-, al final, en dos series, consiguió meter al público en la faena. Perfilado al hilo dejó una estocada entera, arriba y cortó su oreja. La gente pidió la segunda y el presidente la negó, como denegó otra en el tercero de la tarde, tras una petición insuficiente. Bien por la presidencia esta tarde, así se mantiene el prestigio de la plaza.
Tomás cortó la primera oreja del festejo en el segundo bis, Utrerito, de 502 kilos, colorado, delantero y con leña, pero manso, flojo y a menos en sus embestidas. Después de no pasarle por varas –entiéndanlo en términos relativos-, José Tomás empezó su faena por estatuarios a pies a juntos, y siguió con una facilidad asombrosa, con pases largos, a media altura y sin forzar en demasía al toro, pero llevándolo a su antojo, a pesar de que el toro en la cuarta tanda empezó a venir a menos. Colocado en su sitio o ligeramente al hilo, con suavidad y técnica hizo de él lo que quiso; hubo un gran cambio de mano al final y tras un pinchazo cobró media estocada en su sitio, eficacísima, pero escuchando un aviso del usía. El quinto fue Ropalimpia, un bicho de 518 kilos, más alto de agujas y desigual de tipo con sus hermanos, levemente tocado de armas, y como hemos comentado, manso, complicado, yendo a menos hasta rajarse al final. Añadan a lo descrito un par de verónicas de recibo con clase, ganado terreno.
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