Toros de Gavira, desiguales de presentación, con poca fuerza y descastados, el quinto inválido y el sexto, manso.
El Cid, estocada y descabello (saludos) y estocada caída (oreja); Alejandro Talavante, seis pinchazos y estocada (saludos tras un aviso) y dos pinchazos, estocada y cuatro descabellos (silencio tras un aviso); Daniel Luque, estocada (saludos tras un aviso) y estocada (dos orejas).
Plaza de Azpeitia. 2 de agosto de 2009. Tercera de la Feria de San Inazio. Tres cuartos de entrada.
El Cid, estocada y descabello (saludos) y estocada caída (oreja); Alejandro Talavante, seis pinchazos y estocada (saludos tras un aviso) y dos pinchazos, estocada y cuatro descabellos (silencio tras un aviso); Daniel Luque, estocada (saludos tras un aviso) y estocada (dos orejas).
Plaza de Azpeitia. 2 de agosto de 2009. Tercera de la Feria de San Inazio. Tres cuartos de entrada.
ÁLVARO SUSO - Azpeitia - 03/08/2009
La ganadería anunciada ayer en Azpeitia es la heredera más directa de una de las castas fundacionales de la cabaña brava. Los toros de Gavira lucen la divisa blanca de aquellos animales de El Raso del Portillo, que se criaban casi de forma salvaje en los campos de Castilla y que tenían el honor de ser los encargados de abrir las plazas en las corridas reales de hace ya varios siglos. Eran los precedentes de la fiesta actual, los toros nacidos de los que los caballeros alanceaban cuando cambiaron sus justas medievales por las corridas de toros en la Península. Eran animales casi salvajes, nacidos para atacar por los genes que llevaban dentro. Poco queda de aquella bravura en la sangre de sus herederos de Gavira sino el color inmaculado de la divisa. De bravura, poca; de casta, nada; y de fuerza, la suficiente para mal moverse por un ruedo evitando derrumbarse en cada embestida.
La ganadería anunciada ayer en Azpeitia es la heredera más directa de una de las castas fundacionales de la cabaña brava. Los toros de Gavira lucen la divisa blanca de aquellos animales de El Raso del Portillo, que se criaban casi de forma salvaje en los campos de Castilla y que tenían el honor de ser los encargados de abrir las plazas en las corridas reales de hace ya varios siglos. Eran los precedentes de la fiesta actual, los toros nacidos de los que los caballeros alanceaban cuando cambiaron sus justas medievales por las corridas de toros en la Península. Eran animales casi salvajes, nacidos para atacar por los genes que llevaban dentro. Poco queda de aquella bravura en la sangre de sus herederos de Gavira sino el color inmaculado de la divisa. De bravura, poca; de casta, nada; y de fuerza, la suficiente para mal moverse por un ruedo evitando derrumbarse en cada embestida.
Pero las figuras de la torería los reclaman en sus carteles. Los toreros que están subidos en la ola de las grandes ferias buscan el toro que no apriete en un verano tan cargado de fechas. Así, había transcurrido una hora de festejo sin un buen olé que escuchar en La Bombonera azpeitiarra. Aquí se busca la emoción como moneda de cambio en los trofeos y los de Gavira traían vacío el saco de las vibraciones.
Azpeitia es un escalón en la tauromaquia vasca. Aquella que prima al animal, que admira la fiereza y que otorga un valor supremo a quien es capaz de burlar su embestida. Si Guipúzcoa no ha sido tierra prolífica en maestros (Mazzantini y Recondo jalonan su historial en dos siglos), es lugar de tradición del toro. Aquí se recuerda con el zortziko de Aldalur al banderillero del siglo XIX Jose Buenaventura, Laca, un habitual de los valientes vascos que en aquella época arribaba a pueblos como Deba, Zestoa o Azpeitia para celebrar festejos en los que a veces ni se daba muerte al animal.
Las figuras buscan otra cosa. Evitan la emoción y ganan sus triunfos en muchas plazas a base de muletazos sin ton ni son. El Cid parece que se ha decantado por hacer una temporada en ese estilo, sin grandes apreturas, que ya se ha ganado el puesto que ocupa en varias temporadas en las que ha tenido que tragar lo suyo para estar entre los elegidos. Es de los toreros que va, aquel que ya ha llegado y aprovecha la inercia.
Daniel Luque, de 19 años, es de los que viene. Dejó su tarjeta en Sevilla y en Madrid y con la agenda repleta para el mes de agosto se jugó la vida en Azpeitia ante un peligroso manso con las ganas de quien llega y quiere subir a lo más alto. Y el público, entregado. Labor de mérito que le sirvió para ser el triunfador de los saninazios y dar un aviso para las importantes ferias que afrontará en las próximas semanas.
Y en el medio, Talavante, que ni va ni viene. Apunta a torero grande pero no dispara.
Azpeitia es un escalón en la tauromaquia vasca. Aquella que prima al animal, que admira la fiereza y que otorga un valor supremo a quien es capaz de burlar su embestida. Si Guipúzcoa no ha sido tierra prolífica en maestros (Mazzantini y Recondo jalonan su historial en dos siglos), es lugar de tradición del toro. Aquí se recuerda con el zortziko de Aldalur al banderillero del siglo XIX Jose Buenaventura, Laca, un habitual de los valientes vascos que en aquella época arribaba a pueblos como Deba, Zestoa o Azpeitia para celebrar festejos en los que a veces ni se daba muerte al animal.
Las figuras buscan otra cosa. Evitan la emoción y ganan sus triunfos en muchas plazas a base de muletazos sin ton ni son. El Cid parece que se ha decantado por hacer una temporada en ese estilo, sin grandes apreturas, que ya se ha ganado el puesto que ocupa en varias temporadas en las que ha tenido que tragar lo suyo para estar entre los elegidos. Es de los toreros que va, aquel que ya ha llegado y aprovecha la inercia.
Daniel Luque, de 19 años, es de los que viene. Dejó su tarjeta en Sevilla y en Madrid y con la agenda repleta para el mes de agosto se jugó la vida en Azpeitia ante un peligroso manso con las ganas de quien llega y quiere subir a lo más alto. Y el público, entregado. Labor de mérito que le sirvió para ser el triunfador de los saninazios y dar un aviso para las importantes ferias que afrontará en las próximas semanas.
Y en el medio, Talavante, que ni va ni viene. Apunta a torero grande pero no dispara.
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