viernes, 20 de mayo de 2011

Feria de San Isidro Décimo festejo SAN LORENZO / EL CID, PERERA, LUQUE

Miguel Ángel Perera, en el momento de ser cogido cuando

lidiaba su primer toro ayer en Las Ventas.- JUANJO MARTÍN (EFE)

Plaza de las Ventas. 19 de mayo. Décima corrida de feria. Casi lleno.
SAN LORENZO / EL CID, PERERA, LUQUE
Toros de Puerto de San Lorenzo, -segundo y tercero, devueltos-, mal presentados, muy blandos y nobles. Sobreros de Carmen Segovia y Salvador Domecq, correctos de presentación y descastados.
El Cid: dos pinchazos y estocada (silencio); estocada trasera y caída y un descabello (oreja).
Miguel Ángel Perera: -aviso- pinchazo y casi entera ladeada (ovación); pinchazo, estocada -aviso- y dos descabellos (silencio).
Daniel Luque: dos pinchazos (silencio); estocada (silencio).


Pitos
- La ganadería titular fue homenajeada por la mañana como la mejor de San Isidro 2010; por la tarde, cosechó un fracaso por la mala presentación e invalidez de los toros.

Ovación
- Joselito Gutiérrez, de la cuadrilla de Perera, fue obligado a saludar tras parear con valentía y maestría al quinto.



Asì lo viò para El Paìs D. Antonio Lorca:



La cogida interminable

Lo que le ocurrió a Perera en su primero parece técnicamente imposible. Andaba el hombre afanoso con un toro feo de verdad, de cara acarnerada, astifinos pitones, soso y deslucido, cuando, en un muletazo con la mano derecha, el toro consiguió engancharlo, lo levantó en peso, lo giró sobre el pitón, lo zarandeó de mala manera y, ya en el suelo, lo buscó con saña con las dos guadañas que portaba. Fueron unos segundos interminables; una voltereta de esas aparatosa y angustiosa de verdad. La cornada estaba cantada. Pero hete aquí que Perera recupera la verticalidad no sin esfuerzo, se supone que mareado por la tremenda paliza, y lo único que se le ve es el muslo derecho al aire y la taleguilla destrozada. Increíble, pero cierto. Uno de esos milagros que ocurren muchas tardes en una plaza de toros. La única medicina que hubo de aplicarse fue un pantalón vaquero tipo pirata que lució el resto de la corrida.

La verdad es que ese toro le había avisado de sus malas intenciones. El primer muletazo acabó en una impresionante colada por el pitón derecho, y por ahí lo intentó más adelante hasta que hizo presa. Menos mal que solo alcanzó el bordado del traje de luces. Era un toro, además, inválido, como casi toda la ganadería titular (un animal que debió volver a los corrales, pero ya casi nada es como tiene que ser, y ni las protestas de los más exigentes tienen nada que ver con el ardor, la convicción y el enfado de hace solo unos años), mal presentada, impropia de esta plaza y ayuna de fuerzas, con el que Perera intentó justificarse hasta la pesadez más absoluta. Y se ganó una voltereta que, afortunadamente, solo le va a costar unas perras en el arreglo del vestido.
Y brindó el quinto, al que recibió con un pase cambiado por la espalda en el centro del anillo, y lo fue obligando poco a poco con aparente seguridad y entrega. Eso parecía, al menos, hasta que surgió su propia duda y se le nota que la confianza no le acompaña. Insiste, pero no le sale, se le ve espeso y encimista. Se dividen las opiniones y lo que parecía una resurrección queda en silencio.
El que de veras hizo esfuerzos sobrehumanos para salir a flote fue El Cid, que dejó una triste imagen en su última comparecencia y no estaba dispuesto a salir seriamente damnificado de la feria. Él sabrá mejor que nadie si lo ha conseguido o esos fantasmas que parecen rondarle lo mantienen aprisionado. Mal sin paliativos ante su primero, otro noble inválido, que, en los primeros compases, acudió de largo a la muleta; lo lució el torero, ciertamente, pero en el encuentro faltó hondura y entrega. El torero acompaña, pero no manda en la embestida. Y luce más la nobleza y el recorrido del toro que la técnica del diestro. No es ni sombra de lo que fue, le acusan en el tendido, y la impresión que ofrece es que ha perdido su personalidad.
Pero salió el cuarto, otro noble tullido, al que muletea acelerado, sin decir nada, sin el necesario sosiego. Y, de pronto, surge la inspiración. Ve el torero el buen pitón izquierdo y dibuja tres naturales de gran mérito, arrastrando la muleta -esta vez, sí-, embarcando la embestida y ligando con un gran pase de pecho; y el público reacciona por primera vez con El Cid; y vuelve por sus fueros y surgen otros tres, de menos calidad quizá, una primorosa trincherilla y otro largo de pecho. Y el toro se raja, y El Cid se desplanta eufórico de sí mismo. La estocada, ejecutada con toda su alma, no es buena, pero un presidente generoso le concede un trofeo. Ojalá le sirva para espantar inseguridades.
El único toreo de capa de calidad brotó de las manos de Daniel Luque, que tuvo peor suerte con su lote. A ambos toros los veroniqueó con soltura, suavidad y gracia. Y en ambos se justificó y buscó el triunfo con ahínco. Pero fue imposible. Muy descastado fue su primero, al que muleteó hacia fuera, y parado el sexto, que se negó a seguir la muleta de Luque.
Quedó en el ambiente el sinsabor de una corrida impropia de esta feria, y la sospecha de que El Cid y Perera siguen sin encontrarse.

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