Con las dos manos, guiando el caballo solo con su cintura, Pablo Hermoso de Mendoza le pone las banderillas a su segundo toro
Oswaldo Páez
El País
Pablo Hermoso de Mendoza, un nombre. Y mucho más que un nombre, un sello. Incluso, un mito. Un torero que conmueve, como lo hizo ayer en Cañaveralejo, para abrir puertas a la nueva afición y refrendar la de siempre. Un hombre que hace historia.
Historia como en esa faena al bravo tercero de la tarde, en la que debió sacar lo mejor que tiene en su prodigiosa cabeza el hijo de Navarra para aguantar la locomotora de 442 kilos que jamás renunció a ir a fondo. Y es que ese toro de Juan Bernardo Caicedo hizo valer su bautizo, el de ‘Elegido’, para, de paso, permitirnos disfrutar de la sapiencia de quien nunca termina de asombrar.
Porque, uno se pregunta, ¿cómo es que sobre la marcha, o mejor, sobre el galope, es capaz de solucionar el inmediato de los desafíos que le plantea el toro y programar el siguiente paso de la lidia? La respuesta podría estar en el oficio, en tantas y tantas tardes que le permiten contar con un hipotético manual, del que salen las respuestas a esas preguntas.
Pero es mucho más que eso. Es la doma de sus caballos y el lenguaje común con ellos; es, también, cómo no, el conocimiento pleno del toro; es, claro está, la preparación permanente para salir —indemne y torero— por esas estrechas rendijas que surgen cuando toros de la excelsa condición como éste, dan milésimas de segundo para decidir. Y es, ante todo, esa condición de revolucionario del toreo, ese don de los genios: únicos, irrepetibles.
Ahora bien, todo eso se puede decir de otra forma. Por ejemplo, que en el momento de templar en los lomos de ‘Garibaldi’, la imagen apurada pareció otra cosa, vale decir que casi se congeló en el tiempo, mientras la distancia entre cabalgadura y el bravo era la menor de cuántas podían caber entre ellos.
O que su gesto con ‘Chenel’ hizo que desde el cielo de los toreros el maestro Antoñete agradeciera el homenaje para creer que también en el caballo existen los que él llamaba “muletazos de oro”. Porque ahí, en esa suerte, Hermoso de Mendoza citó de largo y se llevó ese toro hasta bien atrás, mientras que con el quiebro sembraba una banderilla en todo lo alto.
Y luego, con ‘Dalí’ como compañero de lucha, desafió las leyes físicas para girar en la propia cara del ejemplar de Caicedo y salir como quien camina al frente de un desfile en una parada militar. Las banderillas cortas tuvieron, más que colocación, una ejecución que siguió los compases de la música, como si estuviera montada de tiempo atrás en el repertorio.
Al final, ‘Manolete’ vino a poner la rúbrica y bajar el telón de una obra que se cerró con los tres protagonistas juntos en los medios, cada uno dueño de un trozo de esa ovación que se levantó a la par de las gentes en los tendidos.
Dos orejas y una vuelta al ruedo al toro significaban el premio que contempla el reglamento, pero el verdadero trofeo estaba en cada uno de los asistentes a esta plaza llena que supo esperar para disfrutar. En el último, cortó otra oreja a ese sexto emplazado, por el que tuvo que ir siempre.
Santiago Naranjo vivió su mejor momento en el quinto, al que le cortó una oreja, fruto de voluntad y entrega —con una serie de muletazos para rescatar— ante ese toro que tuvo movilidad y que dio pelea en los medios.
Los otros tres no valieron, ni el segundo, al que Naranjo logró hacerle el quite a las malas intenciones. Ni tampoco primero y cuarto, en los que Daniel Luque pudo mostrar poco y nada de todo lo bueno que tiene. En el de la apertura, el nacido en Gerena, Andalucía, se mostró desconfiado, tras los descompuestos avisos del incierto castaño. Con el otro, probón, no hubo química, ni física.
Hermoso de Mendoza y Santiago Naranjo
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