Un cierto aire de solemnidad
Resulta esperanzador pensar que esta corrida hubiera ofrecido un cariz muy diferente si los toros hubieran desarrollado fortaleza, riñones y poderío
ANTONIO LORCA Sevilla 25 ABR 2012 - www.elpais.com
En estos tiempos de aburrida uniformidad es un gozo contemplar a un torero que sabe administrar los tiempos, que derrocha personalidad, que siente el toreo y anda por la plaza con aires de solemnidad. Quizá, por eso, solo por ser diferente, le concedieron la oreja a Alejandro Talavante en su primero. No es que su faena fuera deslumbrante, pero vistió muy bien su vocación torera, vendió su sentimiento y trasladó a los tendidos la imagen de que estaba enfrascado en algo importante.
Ese toro, como casi todos los demás, era un derroche de nobleza, y llegó a la muleta con cierto recorrido porque el torero impidió que lo picaran. Ello permitió una faena corta e intensa. Con la mano derecha, primero, embarcado el toro en la muleta, con mando y temple, ligó tres tandas suaves y hondas. Dejó reposar al animal entre una y otra, se recreó en los cites, analizó las distancias y embelesó a un público necesitado de destellos. Un cambio de manos resultó primoroso, y los escasos naturales brotaron largos, emotivos y hermosos. Una estocada fulminante que provocó derrame puso fin a una faena con un punto de primor.
Eso fue todo. No hubo más. Suficiente, dirán algunos. Lo normal, otros. Se le esperó con expectación a Talavante en el sexto, pero su falta de casta y de clase impidió que redondeara la tarde.
Resulta esperanzador pensar que esta corrida hubiera ofrecido un cariz muy diferente si los toros, que fueron todo bondad y nobleza, con esa dulzura en la mirada y la embestida que parece romperse como un merengue…; si en lugar de beatíficos borregos, con las fuerzas justísimas y la casta desaparecida, hubieran desarrollado fortaleza, riñones y poderío. Hubiera sido otra corrida, sin duda.
Jandilla/El Cid, Castella, Talavante
Toros de Jandilla, bien presentados los tres últimos y muy justos los demás; mansos, blandos, muy nobles y faltos de raza.
El Cid: pinchazo y estocada (silencio); estocada (silencio).
Sebastián Castella: pinchazo y estocada (silencio); media y un descabello (silencio).
Alejandro Talavante: estocada (oreja); dos pinchazos y estocada (silencio).
Plaza de la Maestranza. 25 de abril. Decimocuarto festejo. Lleno.
Asimismo, resulta esperanzador pensar que hubiera ofrecido un cariz muy diferente si los toreros, en este caso El Cid y Castella, en lugar de unos pegapases insufribles y con un sentido de la pesadez que raya en la ofensa, hubieran demostrado imaginación, sentido del temple y del tiempo, hondura y empaque.
Pero, no; estaban los que estaban, y otra tarde más han demostrado que este no es su momento; que ambos están ahí porque se lo han ganado a pulso, pero perderán ese lugar de privilegio si persisten en su error.
El Cid tiene un primer problema: no traslada ilusión a los tendidos. Está por allí, pero no se le ve. Capotea y muletea, pero no se sabe muy bien si es él. Su primero, muy cortito de todo lo que debe adornar a un toro, y de embestida cursilona, le permitió una muy templada tanda de derechazos que cerró con uno de esos inmensos pases de pecho que solo sabe dar este torero. Se acabó el gas del toro y se acabó el torero. Pero el hombre siguió insistiendo y metió pico; y en vista de que el animal no obedecía, volvió a insistir. Qué pesadez…
Y el cuarto, que era un clon del primero -y con el que se había lucido Alcalareño en las banderillas-, solo embistió en tres templados muletazos con la derecha, porque este torero se empeña, además, en que las tandas sean muy cortas e inacabadas. El animal dijo basta, pero El Cid dijo no; y volvió a ponerse, ora, por la izquierda, ora, por la derecha, mientras algunos le recriminaban con cariño y otros se tiraban de los pelos. ¿Cómo es posible que un torero de su categoría se ponga tan pesado?
Pues anda que Castella. Su caso es más grave. En tres corridas que ha participado todo su balance ha sido una ovación en la segunda. Y lo que es peor: ofrece un toreo incoloro, epidérmico y volátil. No dice nada. Naufragó ante el noble tercero, al que Javier Ambel clavó un magnífico segundo par de banderillas, y muy pesado y desabrido ante el deslucido quinto. Qué bien que, al menos, quedó en el ambiente un cierto aire de solemnidad…
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